Una consecuencia directa de que haya un horario establecido para el paso de los buses aquí es que el horario de mucha gente se empata, o sea, todos toman el mismo bus a la misma hora, sea para ir a trabajar o estudiar, o para regresar a casa. Por tanto, no es de extrañar que uno se tope con las mismas caras de ida o de vuelta, tanto así que ya se puede saber que, en el paradero de dos cuadras más allá, se sube el señor que lee un libro en Braille.
Por eso, después de unas cuantas semanas, muchos rostros son familiares y empiezan a reconocerse entre ellos. Eso para mí es complicado. Con la frágil memoria que tengo a pesar de mi corta edad (no sean irónicos en sus comentarios, por favor), puedo recordar a personas específicas en contextos específicos, como que hay una señora de pelo cano que se baja en la calle John. Pero ¿qué pasa si esta misma señora se me cruza un día en medio del Quad y me sonríe? Probablemente piense qué amable esta mujer para andar sonriéndole a cualquier NN que se le ponga enfrente, pero no podría hacer la conexión inmediata con el bus. Y ¿qué pasa si, por algún milagro divino, logro recordar una cara de las que se suben al bus pero en otro lugar? Probablemente no haría lo mismo que la señora, sino que pensaría ah, ese es el fulanito que se sube en la escuela, pero ni loca lo saludaría.
Por otro lado, puesto que cada pasajero tiene una característica con la que lo identifico, hay casos en los que esta característica es una muy extraña o peculiar. Algo que me ha llamado la atención acerca de mucha gente en este país es que no es raro encontrar gente con alguna alteración psicológica o algo por el estilo. Y el bus es un buen lugar para ubicarlos. Si no es un hombre que habla de sus hazañas en la guerra mientras acaricia su desaliñado pelo largo, es una chica que se habla a sí misma de temas inexplicables. A mí me asustan, como a la mayoría de extranjeros aquí; no estoy acostumbrada a que, de la nada, un desconocido me empiece una incómoda conversa en pleno viaje.
Por extensión, otro punto de concentración de personajes como los mencionados arriba son los paraderos de bus. Todavía guardo en mi memoria aquella vez hace unos meses en que estaba con todas mis bolsas del supermercado, contando los cuatro minutos que faltaban para que llegara el bus. De pronto, apareció un tipo arrastrando unas bolsas, cantando alegremente, me miró y me dijo “Heeeeeyyy… blablabla”, lo que debe leerse como algo inentendible en inglés que prefiero no imaginar qué fue. Yo solo avancé unos pasitos pensando Dios, recógeme.
Para escaparse de los loquitos del paradero, nada mejor que ponerse a salvo entrando al bus. Pero para escaparse de los loquitos del bus, nada mejor que bajarse. Pero ¿cómo hacer para que el chofer sepa dónde me quiero bajar?
Por eso, después de unas cuantas semanas, muchos rostros son familiares y empiezan a reconocerse entre ellos. Eso para mí es complicado. Con la frágil memoria que tengo a pesar de mi corta edad (no sean irónicos en sus comentarios, por favor), puedo recordar a personas específicas en contextos específicos, como que hay una señora de pelo cano que se baja en la calle John. Pero ¿qué pasa si esta misma señora se me cruza un día en medio del Quad y me sonríe? Probablemente piense qué amable esta mujer para andar sonriéndole a cualquier NN que se le ponga enfrente, pero no podría hacer la conexión inmediata con el bus. Y ¿qué pasa si, por algún milagro divino, logro recordar una cara de las que se suben al bus pero en otro lugar? Probablemente no haría lo mismo que la señora, sino que pensaría ah, ese es el fulanito que se sube en la escuela, pero ni loca lo saludaría.
Por otro lado, puesto que cada pasajero tiene una característica con la que lo identifico, hay casos en los que esta característica es una muy extraña o peculiar. Algo que me ha llamado la atención acerca de mucha gente en este país es que no es raro encontrar gente con alguna alteración psicológica o algo por el estilo. Y el bus es un buen lugar para ubicarlos. Si no es un hombre que habla de sus hazañas en la guerra mientras acaricia su desaliñado pelo largo, es una chica que se habla a sí misma de temas inexplicables. A mí me asustan, como a la mayoría de extranjeros aquí; no estoy acostumbrada a que, de la nada, un desconocido me empiece una incómoda conversa en pleno viaje.
Por extensión, otro punto de concentración de personajes como los mencionados arriba son los paraderos de bus. Todavía guardo en mi memoria aquella vez hace unos meses en que estaba con todas mis bolsas del supermercado, contando los cuatro minutos que faltaban para que llegara el bus. De pronto, apareció un tipo arrastrando unas bolsas, cantando alegremente, me miró y me dijo “Heeeeeyyy… blablabla”, lo que debe leerse como algo inentendible en inglés que prefiero no imaginar qué fue. Yo solo avancé unos pasitos pensando Dios, recógeme.
Para escaparse de los loquitos del paradero, nada mejor que ponerse a salvo entrando al bus. Pero para escaparse de los loquitos del bus, nada mejor que bajarse. Pero ¿cómo hacer para que el chofer sepa dónde me quiero bajar?