viernes, 12 de junio de 2009
He vuelto
Por ahora, haré una pausa en el tema del cine, que había empezado a escribir hace ya varias semanas, para hablar de lo que actualmente estoy viviendo: estoy en Lima, de vacaciones, después de pasar cuatro meses y medio en Champaign. Claro, si uno piensa en el tiempo que se pasan otras personas fuera de su país, cuatro meses y medio son nada, pero para mí son un larguísimo lapso. Siempre siento ansias muy grandes de volver, sobre todo cuando ya tengo un pasaje comprado y sé cuántos días me faltan para regresar. Sin embargo, algo extraño me ha pasado últimamente.
Por alguna razón que todavía no logro -o no quiero- descifrar, mi regreso esta semana no ha sido tan esperado como los anteriores. Me preparé para volver, armé maletas, subí a aviones que me producen pavor, abracé a mis padres y comí comida rica, pero siento que todo eso no me produce tanta emoción como antes. ¿Qué me pasa? ¿Es que ya no quiero volver? Creo que no es eso, es más bien que ya me acostumbré a mi vida americana, bastante aburrida y simple. Esto no significa que no quiera estar en el Perú, siempre añoro comer un buen ceviche o pasear por la calle disfrutando la idiosincracia de la gente, pero ahora también he sentido que hay cosas que no me gustan, que me hastían un poco a pesar de solo tener tres días aquí. Tal vez eso haga referencia a retomar la rutina, el estilo de vida que tenía antes de irme a Estados Unidos, y eso es lo que no me gusta.
Estoy un poco preocupada. No quiero pensar que, dentro de unos años, no sienta la misma alegría al venir, quisiera sentir que todavía pertenezco a este lugar y que me acomodo a él de manera instantánea. Espero que este proceso se dé dentro de los próximos días... para no seguirme sintiendo tan extraña.
jueves, 26 de febrero de 2009
Para disfrutar un buen momento
El transporte no es la única experiencia a la que uno se debe enfrentar cuando cae de pronto en este lugar. Para mí, el cine sigue brindándome sorpresas, algunas no tan encantadoras.
Hace unos días fui a ver Gran Torino con unos amigos; dicho sea de paso, la película es muy buena y Clint Eastwood es genial. Ese día hice algo que no acostumbro hacer aquí cuando voy al cine: comprar canchita. La primera vez que compré canchita, estaba emocionada y ansiosa por comer, porque me encanta y puedo acabarme una bolsa de esas grandecitas yo sola. Eso es lo que hago cuando voy al cine en Lima. Aquí, mi emoción se desplomó en el primer granito: todas las canchitas vienen con mantequilla; no es que el sabor me parezca repulsivo, pero no es igual para mí. Siempre he pensado que la mantequilla en la canchita siempre es un adicional de grasa que no me deja disfrutar como yo quiero, porque siempre me deja la culpa en la cabeza de estar aumentando mi colesterol al 200%. Bueno, pues parece que el concepto del pop corn gringo no está completo si los granitos de canchita no tienen color amarillo. Es más, todavía hoy no deja de sorprenderme que el vendedor me pregunte si quiero extra butter para mi bolsa… ¿más grasa para mi comida? ¿por qué no me das una barra de mantequilla y le pones una canchita encima? Yo sé que esta queja es completamente personal y hay gente a la que le gusta la combinación, pero toda mi vida he comido canchita sola (sin ingredientes extra) y eso es lo que la hace tan rica.
Hay, por otro lado, una nada sorprendente coincidencia con los cines limeños, y es el precio de los productos. Más allá de los combos de canchita y gaseosa, comprar una barra de chocolates o unas gomitas puede dañar severamente nuestro presupuesto del mes, así que no es raro ver que mucha gente camufla en sus bolsos sus propios snacks y latitas de gaseosa… total, no hay mucha revisión al momento de chequear los tickets. El precio de la entrada también es alto, pero aquí uno puede “disfrutar” de un descuento mostrando su carnet de estudiante. Por supuesto que el descuento no hace que el precio baje a una cantidad ínfima, normalmente pago un poco más de seis dólares presentando mi identificación. Eso es lo que más me detiene de ir al cine con más regularidad, no voy más de dos o tres veces cada semestre; creo que voy prácticamente el doble de veces durante las vacaciones que paso en Lima.
Sin embargo, existe otro obstáculo para ir con mayor continuidad al cine… y ese es el tema de la ubicación.
martes, 10 de febrero de 2009
Terminemos el viaje
Empiezo este post escribiendo una disculpa por dejar abandonado al blog por tanto tiempo. No puedo mentir y decir que he estado muy ocupada, eso es parcialmente cierto, pero también lo es que estuve de vacaciones, de paseo en Lima y que en estas semanas de vuelta en Champaign me he dedicado a reacomodarme a la rutina.
Con ese primer párrafo de enorme honestidad concluido, puedo continuar con el tema que inicié hace algún tiempo. Mi narración todavía se encuentra viajando en bus, así que debo completarla para que pueda llegar sana y salva a su destino. ¿Como hacer para bajar? Suena obvio, pero no lo es, sobre todo para quien está acostumbrado a gritar desde el fondo de la combi “Esquina bajan!” y esperar que el cobrador se lo comunique al chofer (aunque siempre he pensado que es un gasto de saliva porque el chofer también debe haber escuchado nuestro grito). Como se habrán dado cuenta en los relatos previos, los buses de Champaign-Urbana no tienen cobradores y, al parecer, al chofer no se le puede molestar diciéndole a cada rato que un pasajero se quiere bajar. En realidad, sí se le dice, pero no verbalmente.
Los buses de CUMTD (Champaign-Urbana Mass Transit District) vienen equipados con unas cuerditas amarillas a lo largo de las ventanas que sirven de aviso para poderse bajar. Todo el que se quiere bajar solamente tiene que jalar la fracción de cuerdita más cercana y tin, la campanita suena y la luz del letrero Stop Requested se enciende en la parte de adelante del bus. Eso significa que el bus parará en el siguiente paradero designado. Hasta aquí todo bien, nada que un par de minutos de observación no permita aprender. Cuando ya estás arriba, es solo cuestión de ver lo que hacen los demás. Es más, ahora que lo recuerdo, en Lima aún hay micros grandotes que tienen este sistema (sin contar la lucecita), como los que iban por la Vía Expresa; claro que a veces al chofer le vale poco que uno se pase apachurrando el bendito timbre y nos lleva diez cuadras más lejos.
El problema, al menos para mí, apareció cuando se debe atravesar la puerta para salir del bus. La puerta de adelante, por la que uno siempre sube, se abre automáticamente cuando el bus frena, así que mi costumbre inicial era bajar por ahí. Sin embargo, mi opción de caminar todo el bus para bajar por allí se veía un poco ridícula si se toma en cuenta que también hay una puerta a la mitad del bus. Pero, claro, esta no se abre automáticamente. Ya he perdido la cuenta de las veces en que he visto a un primerizo habitante de esta ciudad quedarse parado observando la puerta y preguntarse por qué miércoles no se abre; incluso, algunos le dicen al chofer que la abra.
La gracia está en ver que en la parte superior de la puerta hay una luz verde que se enciende cuando el bus se ha detenido completamente, y esta es señal de que uno puede abrir la puerta. Y aquí se requiere de la colaboración del pasajero. Cada persona que se baja debe tocar las barras que están en las puertas para que estas, al contacto, se abran de par en par. Este es un pequeño detalle que no todos observan desde la primera vez que usan uno de los buses, y me incluyo. Tardé algunos cuantos viajes para entender la mecánica del asunto y, por tanto, de bajar por la puerta de atrás de la forma más canchera.
Después de tanto suplicio, por fin nos podemos bajar y respirar el aire libre. Créanme, los primeros viajes en bus fueron enormes momentos de tensión, que luego fueron disipados por la experiencia.
[Nota extra 1: agradezco a un lector anónimo que eligió a quien escribe Blogger del año y también a Juan Carlos Segura que, pese a haber pirateado parte del título de mi blog, me ha mencionado en su último post.]
[Nota extra 2: encontré este video en YouTube, me dio mucha risa.]
sábado, 8 de noviembre de 2008
Pasajero frecuente
Por eso, después de unas cuantas semanas, muchos rostros son familiares y empiezan a reconocerse entre ellos. Eso para mí es complicado. Con la frágil memoria que tengo a pesar de mi corta edad (no sean irónicos en sus comentarios, por favor), puedo recordar a personas específicas en contextos específicos, como que hay una señora de pelo cano que se baja en la calle John. Pero ¿qué pasa si esta misma señora se me cruza un día en medio del Quad y me sonríe? Probablemente piense qué amable esta mujer para andar sonriéndole a cualquier NN que se le ponga enfrente, pero no podría hacer la conexión inmediata con el bus. Y ¿qué pasa si, por algún milagro divino, logro recordar una cara de las que se suben al bus pero en otro lugar? Probablemente no haría lo mismo que la señora, sino que pensaría ah, ese es el fulanito que se sube en la escuela, pero ni loca lo saludaría.
Por otro lado, puesto que cada pasajero tiene una característica con la que lo identifico, hay casos en los que esta característica es una muy extraña o peculiar. Algo que me ha llamado la atención acerca de mucha gente en este país es que no es raro encontrar gente con alguna alteración psicológica o algo por el estilo. Y el bus es un buen lugar para ubicarlos. Si no es un hombre que habla de sus hazañas en la guerra mientras acaricia su desaliñado pelo largo, es una chica que se habla a sí misma de temas inexplicables. A mí me asustan, como a la mayoría de extranjeros aquí; no estoy acostumbrada a que, de la nada, un desconocido me empiece una incómoda conversa en pleno viaje.
Por extensión, otro punto de concentración de personajes como los mencionados arriba son los paraderos de bus. Todavía guardo en mi memoria aquella vez hace unos meses en que estaba con todas mis bolsas del supermercado, contando los cuatro minutos que faltaban para que llegara el bus. De pronto, apareció un tipo arrastrando unas bolsas, cantando alegremente, me miró y me dijo “Heeeeeyyy… blablabla”, lo que debe leerse como algo inentendible en inglés que prefiero no imaginar qué fue. Yo solo avancé unos pasitos pensando Dios, recógeme.
Para escaparse de los loquitos del paradero, nada mejor que ponerse a salvo entrando al bus. Pero para escaparse de los loquitos del bus, nada mejor que bajarse. Pero ¿cómo hacer para que el chofer sepa dónde me quiero bajar?
domingo, 26 de octubre de 2008
Reglas de educación
La reducción es significativa en todo sentido, especialmente en el trato entre la gente; y eso se nota aun más al tomar un bus. Al subir al bus, en un paradero oficial (léase uno no puede estirar la mano en cualquier sitio y esperar a que el bus frene intempestivamente para que uno se suba… es más, uno no tiene por qué estirar la mano, si ya está en el paradero, el bus se detendrá de todos modos), el ritual es, en mi caso, enseñar mi carnet de la universidad (a.k.a ID “ai-di”) para no pagar pasaje y seguidamente saludar al conductor (hello, good morning o buenos días, si el conductor ya se dio cuenta de que hablamos español). He aquí una sorprendente costumbre americana, típica de ciudad pequeña como esta, que tanto me ha costado –y me cuesta- adoptar.
Todo el mundo saluda, y hay gente que hasta entabla una conversa con el chofer que dura todo el viaje. Básicamente, la razón de tanta familiaridad reside en que los conductores de los buses son personas de aquí mismo, que pueden vivir al costado de tu casa, te puedes encontrar comprando en el Walmart, o que puedes ver agarrando su auto para regresar a casa después de una jornada de trabajo manejando el bus. De hecho, muchos buses tienen pegados avisos a sus costados que presentan a los conductores, como para que la gente vea que son del lugar.
El ritual termina, por supuesto, cuando uno se baja. Se espera que uno agradezca el servicio y, así utilicemos la puerta de atrás para bajar, debemos alzar la voz y decir thank you para que el chofer se sienta contento. Él mismo puede responder a nuestras palabras con un no problem o thank you también. De todas formas, esta segunda parte de la cortesía no es cumplida por todo el mundo, y he observado que mucha gente se baja sin decir ni pío. Bajo esta premisa, la mayor parte de las veces yo hago lo mismo, es decir, me bajo nomás. Todavía no me acostumbro a andar con tantas delicadezas, me hace sentir aduladora o hipócrita. Sé que no es así, pero se me hace difícil. El otro día estuve pensando por qué, y solo puedo decir que imaginarme haciendo lo mismo en Lima sería francamente ridículo. Creo que solo las viejitas que suben a las combis saludan, y son aquellas que luego se dedican a quejarse de la velocidad o que le dicen al cobrador “no te voy a pagar hasta que me baje”. El razonamiento es más o menos común, me parece, para todos los que abordamos una combi: ¿por qué voy a saludar a este fulano al que no conozco?
Y ahí no queda la cosa. El factor cordialidad no solo se da con el chofer del bus, sino que se extiende a otros pasajeros, pero ese es tema de otra semana.
Aquí dejo un video sobre las combis que encontré en YouTube.
viernes, 17 de octubre de 2008
Microdependencia
Yo vengo de una ciudad en la que el transporte público por excelencia es la combi, uno de esos carritos bajitos en los que hay que doblarse para subir o bajar. También hay las grandes en las que uno puede ir de pie, claro. Mi experiencia “combística” se reduce a Lima básicamente, he subido a algunas otras en Chiclayo y Cuzco, pero en contadas ocasiones. Tengo que añadir que también hay micros en Lima, que son estos buses grandes pero normalmente viejísimos que suelen demorar mucho más tiempo en llegar a cualquier lado (porque son viejos y porque a una combi nadie le gana, ni una luz roja ni un policía que dice “pare” con la mano).
De esta manera, viniendo yo de un lugar en que las combis pululan como abejas en panal, adaptarme a otro sistema de transporte representaba todo un reto en mi vida. Para empezar, acá no hay combis ni chiquitas ni grandes, sino solo buses… y grandes. Y para agregar, los buses tienen hora fija.
Y aquí aparece la explicación del título de este post. De un tiempo a esta parte, mi vida depende del bus. Mi casa está relativamente lejos del campus (el “relativamente” tiene que ver con el tamaño de las distancias en Lima, cosa que también resulta sumamente llamativa y de la que hablaré luego), así que religiosamente tomo bus todas las mañanas. Casi todos los días, mis clases empiezan a las 9, de manera que el último bus que puedo tomar para llegar puntual es el que pasa a las 8.28. Conclusión: como ya dije, mi vida depende del bus. Se puede ir al diablo el desayuno, el preparar mi taper para tener almuerzo ese día, el pensar bien si mi ropa combina, y hasta algún libro, pero no se me puede pasar el bus. Ya me ha pasado más de una vez, salgo hecha una loca a cruzar la calle y postergo el café para cuando llegue al campus. Si se me pasa el bus, estoy casi frita, el siguiente pasará a la media hora (o sea llegaré tarde a clase).
Por supuesto que a tres cuadras de aquí pasa otra línea que podría llevarme, pero esa tiene también su propio horario y eso haría que llegue tarde. Este ha sido uno de mis primeros desajustes, ya no soy yo la que decide a qué hora salir de casa sino es el sistema de transporte. En Lima, solo debía hacer un cálculo del tiempo que toma el recorrido, pero confiaba en que una misma línea de combi pasara cada dos, tres, cinco minutos. Y si no pasaba, había tres, cuatro líneas más que podían dejarme cerca.
viernes, 10 de octubre de 2008
La razón por la que estoy aquí
La segunda referencia de "aquí" es el lugar físico en el que estoy y que también está mencionado en el título del blog. Vivo en el Midwest americano, en el estado de Illinois, en la ciudad de Champaign, que es ciudad vecina de Urbana, por lo que ambas son más conocidas como Urbana-Champaign, Champaign-Urbana o, pa los amigos, "Chambana". Mi mudanza a este lado del hemisferio se dio hace más de un año, y por eso mismo dije que mi vida había cambiado.
Finalmente, como para darle más sentido a mi explicación, tengo que agregar que estoy aquí porque estoy estudiando en la Universidad de Illinois, que mi visa se vence en mayo y que mi intención es hablar aquí (otra vez la dichosa palabrita) de esas cosas que me han llamado y aún me llaman la atención de este país/ciudad/lugar, sobre todo al compararlo con Lima, donde estuve viviendo hasta que vine (y desde que nací).